Ruta realizada el Lunes 11/11/2024
Participantes: Alfredo, Domingo, Félix
Reproductor audio crónica:
Primer día en Gredos: crónica de un estómago en pie de guerra y aventuras moderadas
Habíamos quedado a las 9:30 en un parking cerca de la casa rural alquilada. Como suele suceder en estos casos, en los últimos kilómetros de carretera me asaltó esa sensación inconfundible y desesperante de que todo el menú del día anterior estaba dispuesto a salir al mundo antes de tiempo. Claro, tenía motivos de sobra: unos boletus, un plato de judiones, cordero asado y, de postre, ponche segoviano. Un menú que, por su contundencia, podría haber alimentado a un equipo de obreros durante una semana. Dudé si parar en un descampado y librarme del apuro en plena naturaleza, pero mi dignidad (lo poco que quedaba) me mantuvo firme hasta llegar al parking. Allí salí corriendo al bar del desayuno, como alma que lleva el diablo. Creo que dejé buena impresión al mesonero, aunque espero que no tuviera el mal gusto de acercarse al baño tras mi visita.
Venía con la ilusión de una ruta de enduro como las de antes, de las que te dejan las piernas temblando y el alma en paz. Pero Félix, que tiene una extraña relación con el peligro y la comodidad, retocó la ruta original y nos dejó con una versión light. Eso sí, había un cartel en una bajada que rezaba “Muy peligrosa”, así que me libré de dejarme los dientes en alguna curva maldita. Peor habría sido volver a casa con más dientes rotos que historias para contar.
En este viaje llevamos tecnología punta; dos drones (Retortijón y Retortijín) y dos Gopro a ver que video nos hace Félix.
Nos pusimos en marcha puntuales, como si estuviéramos en el ejército, dejando los coches en Sotillo de la Adrada y avanzando hacia Casillas. El día era espectacular, el cielo azul, la temperatura ideal, y la pista más llevadera que el argumento de una novela romántica. Entre eso y el motor eléctrico de las bicis, los 400 metros de desnivel parecían una broma.
Pasamos por Casillas, donde nos entretuvimos un rato en la ermita y el prado adyacente. Es decir, moñigueamos, que es lo que hace cualquier buen ciclista cuando ve un lugar bonito pero está más interesado en respirar que en seguir pedaleando.
Después de aquello, nos lanzamos a subir al puerto de Casillas. Otros 400 metros de desnivel, que afrontamos con Retortijín grabando la hazaña. La niebla nos recibió a mitad del ascenso, ocultándonos el paisaje y dándonos ese aire heroico de exploradores perdidos en un banco de nubes.
En el puerto recordamos una anécdota de cazadores ofendidos de años atrás. En su día nos echaron la bronca porque, según ellos, molestábamos a las palomas. Palomas de paso, dijeron, como si fueran nobles de alta cuna y no simples ratas con alas. Para colmo, íbamos por una pista pública, subiendo en silencio, casi como si estuviéramos de funeral. Pero claro, pedir sentido común a un cazador cabreado es como buscar poesía en un atasco de lunes.
Desde allí decidimos ignorar el desvío al Pozo de la Nieve. Ya lo conocíamos y el camino era incómodo, lo cual no ayudaba a la pereza generalizada. En lugar de eso, nos dirigimos a la zona supuestamente endurera del monte El Cirbunal. Digo “supuestamente” porque Félix, en su infinita sabiduría, había rediseñado la ruta para evitar aventuras reales.
El paisaje otoñal era digno de postal. Eso sí, las hojas ya estaban en el suelo, cubriendo todo con un manto marrón que era tan bonito como traicionero para los neumáticos. Félix, con su ojo experto, comentó que el follaje era más de pinos en esa zona, como si no lo viéramos nosotros mismos. Pero hay que reconocer que también tenía su encanto.
Cuando llegamos al descenso que Félix había eliminado, nos encontramos con el famoso cartel de “Bajada muy peligrosa”. Y sí, tenía pinta de ser el infierno para los frenos y para las piernas. Pendiente brutal, rocas sueltas, arena, y esas acículas traicioneras que esconden trampas mortales. Por una vez, el cambio de ruta fue una decisión sabia.
Por el camino aprovechamos para sacarnos una foto los tres usando retortijón.
La bajada final fue intensa, una pista entre pinos que nos llevó de nuevo a Sotillo de la Adrada.
Al llegar a Sotillo nos esperaba la dueña de la casa rural, una mujer tan maja que nos dejó meter las bicis donde nos diera la gana. Nos regaló un pan dulce que casi devoré entero en el mismo día y una botella de vino, que guardamos como trofeo.
Comimos en el restaurante Las Palmeras, rodeados de abuelos del lugar. Parecía que el comedor del IMSERSO había montado una sucursal en Gredos. Es lo que tiene España: la juventud trabaja para pagar las pensiones mientras los viejos se sientan a disfrutar del espectáculo. Y nosotros, claro, nos sentimos en casa.
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